Tesla y la contaminación lumínica Se dice que los árabes y los romanos empleaban las estrellas para determinar quién disponía de suficiente agudeza visual para ser arquero y quién, por el contrario, pasaba a integrar líneas de batalla con una mortalidad más elevada. En concreto se empleaba la estrella Mizar, que forma parte de la constelación de la Osa Mayor y que muestra una compañera algo más débil hacia el este, la estrella Alcor. Quien fuera capaz de observar ambas pasaba la prueba. Un dato o leyenda, no queda muy claro en las fuentes que hoy día puede parecer excéntrico (con lo fácil que es usar un panel con letras de distintos tamaños), pero que pone de manifiesto el hecho incontestable al que Tesla alude: ya no podemos ver las estrellas. Aunque la Osa Mayor es una de las constelaciones más brillantes, en las ciudades con altas tasas de contaminación lumínica no puede observarse. Tanto Alcor como Mizar desaparecen.
“¿A dónde habrá ido la pobre Vía Láctea?”, se pregunta Tesla. Y escoge un excelente ejemplo, porque en 2001 se publicaba el primer Atlas mundial de luminosidad nocturna artificial (http://www.lightpollution.it/worldatl…) según cuyos datos la mitad de los europeos y dos tercios de los norteamericanos ya no pueden contemplar la Vía Láctea.
Algunos podrán pensar que la contaminación lumínica, derivada de un exceso de iluminación nocturna o de una iluminación incorrecta (¿por qué algunas farolas iluminan hacia arriba?), constituye un problema que solo atañe a los astrónomos y que puede solucionarse con unas buenas persianas, pero se equivocan. Por un lado, produce un terrible derroche de energía en una época de recursos cada vez más escasos. Si a alguien (despistado, obviamente) no le convence el argumento de Nikola (“yo no inventé el modo de distribuir electricidad para que se derrochara hasta el punto de convertirse en un tipo de contaminación”), pongámoslo en dinero, una magnitud que no deja indiferente a casi nadie: la Asociación Internacional para los Cielos Oscuros (International Dark -Sky Association) estima que cada año se gastan dos mil doscientos millones de dólares en iluminación redundante, lo que supone 3,6 millones de toneladas de carbón o 12,9 millones de barriles de petróleo. Si necesitamos porcentajes, aquí va uno: se calcula que aproximadamente el 30% de la iluminación artificial empleada en Estados Unidos constituye un gasto inútil.
Pero, además del derroche, existe otro factor de deterioro producto de la contaminación lumínica que apenas empieza a conocerse: su efecto sobre los ecosistemas y sobre nuestra propia salud. Se calcula que un 63% de la población mundial y un 99% de la población de Europa y Estados Unidos (excluyendo Alaska y Hawaii) vive en áreas donde, según la escala elaborada por la Unión Astronómica Internacional, la contaminación lumínica es un hecho “oficial”, es decir, donde la noche es un 10% más brillante que la luminosidad natural del cielo por encima de los 45 grados. Ahora, ¿en qué momento se convierte el exceso de luz en un problema para la salud?